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Chinaski también hubiera hecho la luna

Seguro que Montero Glez ha leído a Bukowski y más seguro todavía que Bukowski se está secando sin haber sabido quién es Montero Glez. A Montero Glez, seguro, no hay que contarle que Cartero es una más de Bukowski, esto es, una historia sin principio y sin final, sin que tenga por qué suceder nada y con una forma de contar limpia del más mínimo arabesco.

A Bukoswi ya es tarde para traducirle la Sed de champán de Glez, que es orfebrería pura de las cosas del contar, una catedral barroca levantada con chapas, cartones, arena afanada de otras obras y hierros barnizados de tétanos. Bukowski se cansaría a veces de tanta imaginería, que te llega a hacer la lectura pastosa, y quizá también, como yo -él borracho, yo sobrio- perdería por momentos el hilo de la trama, desubicado en aquella pasta de imágenes y en un desarrollo del argumento al molde de Crónica de una muerte anunciada.

Bukoski y Montero Glez gustan de lo sórdido y lo bajo. A Montero le pirran los toros, y bien que lo refleja en su ópera prima. Si Bukoski llega a haber nacido en Madrid o en El Puerto de Santa María, estoy seguro de que Chinaski también haría la luna, como el Charolito.

Por si alguno se ha quedado con sed de champán, ahí van dos chupitos:

De frente por detrás

Ella voltea, regalándole la espalda desnuda y soberbia, la cintura de avispa, el dibujo de los glúteos hecho adrede para sumergirse en él. «Ya que pecamos, pequemos contra natura, compadre». Acerca la punta de la lengua primero y, de un golpe seco, lo consigue de una vez. Ahora su voz es nasal, pegajosa (…)

A volapié

(…) de puro rencoroso se le va encima y le carnea a navajazos. Son cuchilladas profundas, hasta donde pone Albacete. Cuchilladas que entraban hasta los adentros y que salían ensangrentadas. El Tinajilla cose el cuerpo del Flaco a la camisa, aquella de gusano de seda. Y el Flaco que se retuerce como un pez que ha mordido el anzuelo (…)

Lo que dijo Fraga y algo más

Las 500 páginas largas de Hasta aquí hemos llegado nos las contó, con una gracia natural que hipnotizaba, el propio autor una noche de sábado en casa de Moeh. No obstante, leerlo -lectura obligatoria de la profe Rosa– me ha servido para poner orden y profundizar en una vida que nunca colaría como novela ni como guión cinematográfico. Por inverosímil. Si os digo que se recorrió África De Cairo a Cabo para encontrar a una nubia de la que se enamoró un amigo a través de la foto aparecida en una revista, ¿os lo creéis? Pues para qué seguir.

En la parte seria, sobresale el trabajo que lo convirtió en una celebridad de la prensa mundial: el reportaje de un tal Fidel Castro y de otro tal Ernesto Guevara que allá por los años 5o traían de cabeza a Batista desde la espesura verde de Sierra Maestra.

Con tanto viaje de película de aventuras, tanto trabajo novelesco, tanto beber y tanto follar –«¡Coño, Meneses, se ha pasado usted la vida bebiendo y follando!», le dijo Fraga al terminar de leer sus memorias-, con todo eso, decía, llega un momento en el que pierdes al Enrique Meneses ser humano, sepultado por los brillos de un personaje rocambolesco.

Y en estas te topas con un capítulo, muy al final, que te parte el alma y los esquemas sobre Meneses.

A él, inmunizado de lo mundano y lo mediocre, que ni las caricias de los maderos de Batista le impidieron fijar una situación cómica del trance, a él, como al común de los mortales, fue a su casa a visitarle la más perra y mediocre de las enfermedades. No a él, pero a su casa.

Y después de haber tragado con pena el capítulo, y de haber visto al Meneses terrenal, las cuatrocientas y pico páginas de antes ya no se ven igual. No sé cómo, pero no igual.

Os regalo el pasaje que más me ha gustado. 1963, marcha sobre Washintong. Martin Luther King acaba de pronunciar su famoso discurso I had a dream en el Lincoln Memorial:

En el lugar más alejado del Memorial, donde la gente estaba apretujada, encontré una vieja negra de pelo grisáceo. Se apoyaba contra un árbol mietras tapaba sus ojos con una mano y lloraba silenciosamente. Me acerqué para interesarme por lo que sucedía. Se llamaba Hazel Mangle Rivers, nacida en Athens, Georgia, en el sur profundo. Crió en Birminghan seis hijas y dos hijos.

-Es la primera vez que salgo de Birminghan, Alabama, tengo 80 años y hace un momento, un hombre blanco que iba con prisas me había pegado un empujón.

-¿Le ha hecho daño?- pregunté creyéndola herida.

-¡Oh, noooo!- pero me dijo «Excuse me, Madam!» (Perdón, señora). «He called me… Madam» (Me llamó señora). Nunca me había pedido perdón un blanco y me habían empujado muchas veces. El largo viaje ha valido la pena.

Y, por supuesto, pasaremos a ver la exposición, Reina.

Literatura a la taza

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Como no soy cabezón, desistí de buscar el libro de los cojones de Montero González y hoy ya lo tengo en casa. Voy a empalmar (si hacéis connotaciones con este vocablo es cosa vuestra) la lectura de Cartero con Sed de Chámpan con la esperanza de enriquecer mi tesoro léxico de palabros malsonantes y expresiones soeces, tan socorridas y eficaces para el día a día.

P.D. Gracias mil a Jabonero, todo un detalle, aunque al final no tuve que echar mano de él. Pero se agradece igual o más.

Alfonso el fotero

Si digo Alfonso, así sin más, al 80 por ciento nos viene a la mente el delantero del Madrid, que luego lo fue del Betis y del Barcelona. Porque a Alfonso el fotero, a menos que seas un freaky de la foto o de los toros, no lo conoce ni Cristo. Y sin embargo, y sin saberlo, hemos crecido y nos hemos educado con su trabajo, porque un siglo, el XX, da para mucho: para una guerra en África, para una monarquía desastrosa como la de Alfonso XIII, para un Madrid castizo… y para toros, faltaría más.

No sé si viene en el libro o me lo ha contado su autor, pero el caso es que en el coche del Alfonso este fue Juan Belmonte a la plaza de la Fuente del Berro a tomar la alternativa, previa vestimenta en su estudio, el mismo estudio en el que se retrató Granero unas horas antes de que Pocapena le vaciara con el cuerno un ojo y le hurgara en los sesos, el mismo estudio donde los hermanos Machado posaran dignos y melancólicos, el estudio del retrato de Antonio Bienvenida detrás del sillón porque había olvidado las medias del vestido de torear, ese estudio que guardaba un alamar del vestido con el que murió Joselito en Talavera, el de los miles y miles de retrados de bodas y comuniones…

Hoy una placa recuerda que aquí en la Gran Vía tuvo su estudio el fotógrafo Alfonso, y antes de que colocaran esa placa, un tal Vigil se plantó un día en casa del anciano Alfonso a incordiarle su vejez. De aquello, este Alfonso. Fotografías de la historia, apenas un carrete de doce para introducirnos en la vida y obra del fotero, y pinche aquí (y compre, coño, compre) si desea saber más.

Bukowski sin champán

Ni Sed de champán ni hostias. Uno en El Corte Inglés de Sol, y en edición grandota y con pinta de ser de segunda mano. «Se lo puedo limpiar», me dice el encorbatado. No hombre, no, yo lo que quiero es un libro nuevo, impecable, que para otra cosa me voy a un librero de viejo.

Apenas compro libros -ocupan sitio y una vez que te los lees, qué-, pero procuro que no pase una Feria del Libro sin haber contribuido al pan de los editores. Y en estas me voy pavoneado tan pancho por las grandes superficies -en el Retiro hace un calor agobiante-, en busca del champán de Montero González. Era el más deseado para mí, pero como cero patatero en todos sitios (menos el birrioso ejemplar que les quedaban en el cortinglés de Sol) me voy a lo seguro: Cartero, de Bukowski, y uno de Tom Sharpe, Reunión tumultuosa, para regalar y para que luego me lo presten. Me tentó El pintor de batallas, de cascarrabias Reverte, y los de Paul Auster, rey de la estantería hoy día (no os cobro la rima). También me dejé con pena dos volúmenes de un tratado de flamenco que no recuerdo cómo se titula. Le tengo echado el ojo y tarde o temprano se vendrá a casa.

Ya he empezado a descojonarme con el cartero Chinaski. A ver si a la tercera va la vencida, porque llevo dos abortos seguidos: El siglo de las luces -por plasta- y Mundo burbuja -porque no me interesa Al salir de clase con tacos-. Del primero me zampé más de tres cuartos; del de Mañas, 50 páginas. Lástima.

Los oídos no tienen párpados

corazon-tan-blanco.jpgDice Javier Marías que los oídos no tienen párpados que puedan cerrarse y evitarnos así escuchar y saber. Lo que otros dicen que hacen o que hacen otros. Lo que no dicen no lo sabemos. Y ahí, entre escuchar y no escuchar, decir y no decir, saber y no saber, está todo. Tan evidente que da para una novela preciosa, de tempo pausado, que se bebe a tragos largos de los de cerrar la boca apretando el morro mientras que las letras se empujan de la punta de la lengua al hueco de la última muela y finalmente se tragan. Se abre y se cierra entonces la boca un par de veces, poco, con disimulo, al tiempo que se pega la lengua al paladar, para disfrutar de los últimos restos de sabor.

Líneas y líneas de reflexiones sobre lo más evidente, de lo que sabemos todos -«¡Hostias, es verdad!»-, pero que nunca hemos leído ni nos hemos detenido a pensarlo. Ni por supuesto a escribirlo. Para muchos ésto es de una pobreza desesperante. A mí, si está bien escrito, como lo escribe Marías, me gusta.

En botella de argumento sólido y muy sencillo, verosímil, sin estridencias, de avance a paso de elefante pero siempre manteniendo el interés. Y un final cantado -que ni pensé por un momento, gilipollas yo- que sólo podía ser ese: encaja perfecto y mejora todo lo anterior. Llega este final, de un argumento a paso de elefante, sin prisas. El arranque es de no dejar ya el libro:

«No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación (…)».

Aquella niña tampoco quiso saber, pero supo, y por eso dejó de tener un Corazón tan blanco.

San Isidro Labrador y su afición a los toros

DOCUMENTO INÉDITO que arroja nuevos datos sobre la vida del santo patrón.

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[Juanmi, el día en que dejes de sorprendernos será porque el tal cambio climático ese ha ganado la partida y ya no queda ni Fraga en la faz de la tierra]

Se cae la casa de un Nobel…

Que se caiga, a mí qué, dicen los políticos. Otros luchan por que no se caiga. ¿Merece Aleixandre esta desidia? [pincha ahí para leer más] Sigue leyendo

Milagros también dice que tampoco es para tanto

la-conjura-de-los-necios.jpgSegunda planta de un edificio del complejo Ática, Pijuelo de Alarcón, nueve y pico de la mañana. En mi mesa, las galeradas del tomo 11 desparramadas por mitad de la ‘A’; en la de Milagros, como siempre, barricadas de originales anillados en tapa dura. Milagros es como Dios para los escritores: hágase según tu voluntad, Milagros. Éste se hace rico; este otro igual se va a ver jodido para comer los próximos meses. Tú sí, tú no. Como Dios.

-Milagros

-¿Sí?

-Oye, que es que estoy terminando La conjura de los necios y, bueno, que me habían dicho que era la rehostia y no veas si me está costando llegar al final. Que no, vamos, que no me ha terminado de convencer.

-A mí tampoco…

-Hostias, menos mal, no estoy loco.

-Ese libro es más la historia que tiene detrás. Es una obra maldita, la madre del escritor tuvo que luchar muchísimo para que se lo publicaran (…)

Pues eso. Dice también Milagros que lo pasó mal leyéndolo por la sordidez del relato y de su protagonista, Ignatius. Eso es lo que yo buscaba, sordidez. Y después de Chinaski, Ignatius Reilly me ha parecido Pitita Ridruejo.

Si superé la decepción de Los mundos de Yupi tras haberme criado con Espinete, cómo no voy a recuperarme de ésta.

Recorriendo la senda de don Eugenio

Unos iban a escuchar el nocturno para piano de Chopin; otros, una copla de la Pantoja. Y se encontraron con un concierto de AC/DC. Si después de ésto alguien en el pueblo va a sentir la necesidad de persignarse con urgencia a mi paso, habré cumplido mi objetivo. Ya está bien de cacatúas resoba-tópicos con crestas de gomina. Paso a los tintes de colores para el pelo y al café con cafeína.

Toco de oído, pero más o menos uno de los temas sonó así. La peña pregunta, Carmen responde:

– ¿Qué opina usted de la ministra Narbona?

– Estoy de acuerdo con ella. Sí, sí, sí, hay que prohibir ésto.

– No entiendo… entonces, ¿por qué escribe usted un libro como Lupe, el sino de Manolete?

– Lo que veo hoy no tiene nada que ver con el espectáculo del que yo estaba enamorada en los años sesenta. Para lo que hay hoy, mejor prohibirlo. Estoy casi convencida de que en mi evolución vital me acabaré convirtiendo en antitaurina, como le ocurrió a Eugenio Noel.

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