Las 500 páginas largas de Hasta aquí hemos llegado nos las contó, con una gracia natural que hipnotizaba, el propio autor una noche de sábado en casa de Moeh. No obstante, leerlo -lectura obligatoria de la profe Rosa– me ha servido para poner orden y profundizar en una vida que nunca colaría como novela ni como guión cinematográfico. Por inverosímil. Si os digo que se recorrió África De Cairo a Cabo para encontrar a una nubia de la que se enamoró un amigo a través de la foto aparecida en una revista, ¿os lo creéis? Pues para qué seguir.
En la parte seria, sobresale el trabajo que lo convirtió en una celebridad de la prensa mundial: el reportaje de un tal Fidel Castro y de otro tal Ernesto Guevara que allá por los años 5o traían de cabeza a Batista desde la espesura verde de Sierra Maestra.
Con tanto viaje de película de aventuras, tanto trabajo novelesco, tanto beber y tanto follar –«¡Coño, Meneses, se ha pasado usted la vida bebiendo y follando!», le dijo Fraga al terminar de leer sus memorias-, con todo eso, decía, llega un momento en el que pierdes al Enrique Meneses ser humano, sepultado por los brillos de un personaje rocambolesco.
Y en estas te topas con un capítulo, muy al final, que te parte el alma y los esquemas sobre Meneses.
A él, inmunizado de lo mundano y lo mediocre, que ni las caricias de los maderos de Batista le impidieron fijar una situación cómica del trance, a él, como al común de los mortales, fue a su casa a visitarle la más perra y mediocre de las enfermedades. No a él, pero a su casa.
Y después de haber tragado con pena el capítulo, y de haber visto al Meneses terrenal, las cuatrocientas y pico páginas de antes ya no se ven igual. No sé cómo, pero no igual.
Os regalo el pasaje que más me ha gustado. 1963, marcha sobre Washintong. Martin Luther King acaba de pronunciar su famoso discurso I had a dream en el Lincoln Memorial:
En el lugar más alejado del Memorial, donde la gente estaba apretujada, encontré una vieja negra de pelo grisáceo. Se apoyaba contra un árbol mietras tapaba sus ojos con una mano y lloraba silenciosamente. Me acerqué para interesarme por lo que sucedía. Se llamaba Hazel Mangle Rivers, nacida en Athens, Georgia, en el sur profundo. Crió en Birminghan seis hijas y dos hijos.
-Es la primera vez que salgo de Birminghan, Alabama, tengo 80 años y hace un momento, un hombre blanco que iba con prisas me había pegado un empujón.
-¿Le ha hecho daño?- pregunté creyéndola herida.
-¡Oh, noooo!- pero me dijo «Excuse me, Madam!» (Perdón, señora). «He called me… Madam» (Me llamó señora). Nunca me había pedido perdón un blanco y me habían empujado muchas veces. El largo viaje ha valido la pena.
Y, por supuesto, pasaremos a ver la exposición, Reina.